jueves, 18 de febrero de 2010

Recuerdo de infancia



He vuelto de nuevo al barrio, el que acogió mi infancia y me vio crecer, el que me dio tantos momentos felices, en carestía, pero con muchos amigos. Era un barrio de perdedores, de gentes vencidas pero no derrotadas, donde los críos, ignorantes de las estrecheces de nuestro padres, éramos felices. El transcurrir del tiempo nos quitó la ignorancia y casi también la felicidad.
En el pasear tranquilo, el primer recuerdo que sacudió mi memoria, no sé por qué, fue uno de los peores. Al iniciar la bajada hacia la iglesia, brotó con prisa, con urgencia, como si estuviese atrapado en un espacio arruinado por un terremoto y del que tenía que escapar. Fue el día en que un nacido en mala hora, don Luis se hacía llamar, hijo de la tenebrosa España medieval que huele a misa rancia y cirio recién apagado, me cerró las puertas del Paraíso.
Yo acababa de confesar por primera vez y de vuelta a la calle, donde prácticamente vivíamos y crecíamos los chicos, entramos en pelea e insultos y cometí pecado.
En mi inocencia de cristiano temeroso de Dios, pretendiendo evitar el castigo divino por haber pecado, volví para nueva confesión. Cuando manifiesto al cura que he vuelto a pecar, transformado, como si en ese preciso momento el diablo hubiese entrado en su cuerpo, sale del lúgubre armario, y fuera de sí, me expulsa de la iglesia, advirtiéndome que la comunión es imposible en esas circunstancias.
Mis siete años cumplidos me impedían entender cómo aquel energúmeno henchido de odio me acababa de cerrar las puertas del Paraíso. Adiós al mundo intemporal y perfecto de los ángeles. Ya no podría disfrutar, desde La Altura, la visión de este mundo reducido e imperfecto. ¿Cómo guiaría yo los pasos en la tierra de mis seres más queridos si nunca estaría en el Paraíso? Aquel inmisericorde torturador de infantes pecadores e infieles acababa de meterme de lleno en el Infierno.
Aquello, que era asunto grave, en aquel momento era secundario para mí. Lo que verdaderamente me atormentaba era el día siguiente. Ya no podría ir con mi traje de marinero a recibir el alimento divino. No podía decírselo a mi madre, pero así lo hacía, aumentaría mi pecado y mi tormento no dejaba de crecer. Aquel siniestro individuo creó en mí una dolorosa conciencia que me acompañó mucho tiempo.
El hermano mayor de uno de nosotros, ajeno a nuestro grupo por edad, que ya estaba curado del cielo y del infierno, me enseñó cómo salir del atolladero y al día siguiente consumé la teofagia como si tal cosa. Entonces vi que algo no funcionaba bien porque su dios no me había visto comulgar en pecado. Entonces yo también empecé a curarme del cielo y del infierno, descubrí a aquel individuo siniestro, de piedad dura, capaz de enseñar a matar al moro y rezar en la misa de domingo por su alma infiel. Me hizo ver la claridad y renunciar a La Verdad Absoluta. Ahora sé que creo cuando no comprendo pero cuando comprendo ya no creo.
Siempre recordaré aquel 30 de mayo de 1956.

1 comentario:

  1. Si existe el cielo, seguro que tienes un sitio reservado, y seguro que no encontrarás a ese sujeto por allí.

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